Desde el viernes la tenemos a las puertas, golpeando con el llamador de hierro forjado. Hace dieciséis meses se cambió el nombre original, Sor Casta, por el de Sor Raimunda, a raíz de unas galletas que la anciana Sor Virtudes le ofreció y que cambiaron su vida a la par que se llevaron a la vieja abadesa al más allá con una sonrisa en la boca. Después de esa transformación se enamoró y salió al mundo con sus hábitos cortos de infarto y en la maleta aquel de látex negro, con fusta a juego, que le regalé al principio, cuando llegó pidiendo ser instalada en la celda de tortura.
Hoy pide que le abramos de nuevo los portones del convento. Ya no quiere castigos, incluso ha pedido que le demos una celda con vistas al mar. Ahora quiere purgar penas propias y pecados ajenos. He ido a abrirle personalmente la puerta y la he instalado en su nueva celda, la número 27, que estuvo ocupada por la fenecida sor Amor (o sor No), cuando en uno de sus desatinos, recién regresada de unas misiones en Italia, se puso -no sabemos si aposta o por accidente- el hábito del revés. Y ya sabéis que aquel hábito estaba confeccionado de chapas y púas de metal que por lo menos a mí me causaron heridas importantes cuando la abrazaba y a saber a cuántas más.
La celda 27 tiene vistas al mar de un lado y a la montaña de otro. Le hemos puesto sábanas de seda, colchón de viscolástica y edredón de plumas, en el alféizar de la ventana unos geranios y sobre el baúl, limpio y planchado, su hábito de sor Casta. Primero, que descanse. Ya hablaremos después, porque eso de purgar pecados ajenos no cuadra en la filosofía de este convento.
Bienvenida de nuevo a casa, Sor Casta.